Sin querer o queriéndolo, la vida es una constante pérdida. Durante los primeros años de nuestra existencia vamos conociendo personas, compañeros de colegio o de diversión que con el correr del tiempo se convierten en compañeros de vida. Así, vamos acumulando experiencias, convivencias y amistades.
Pero llega un momento en que este sumatorio varía totalmente y la vida nos obliga a restar.
Y van desapareciendo amigos, novias y compañeros de colegio o de trabajo. Cuando no es una enfermedad, es un accidente, fatalidades, en suma, que se van sucediendo y que van haciendo que poco a poco la muerte nos pise los talones. La podemos percibir tras nosotros, siguiendo constantemente nuestros pasos.
Poco a poco nos vamos quedando sin apoyos, sin aquellas personas tan valiosas a las que acudir, sin poder recurrir a sus consejos, sus manos de sostén, sus mensajes y palabras de ánimo...
Y nos quedamos sin padres, sin hermanas o hermanos, sin primos, sin tíos... Sin esposa, sin marido... Tal vez hasta sin hijos.
Entonces solo nos quedan recuerdos, momentos (o más bien retazos de los mismos) colgados en la pared o reunidos en una sucesión de fotografías. Y no tardamos en darnos cuenta que son más las personas que conocemos que ya han partido, que las que tenemos en este mundo.
Mientras estemos vivos, y al menos en parte, su amor y bastante de su presencia nunca se irá, pero además de esos elementos intangibles, nos quedan sus pocas pertenencias. Y cuanto más duraderas sean éstas, más las disfrutaremos. Más nos acompañarán. Por eso no es solo importante que los objetos que regalemos ahora, en vida, a esas personas tan queridas sean robustos y de calidad para que puedan disfrutar de ellos durante mucho tiempo, sino que también lo es porque luego será lo único que nos quede de ellos. Y entonces lo apreciaremos mucho más.
Ahora se suelen llevar mucho las facturas electrónicas, las fotos digitales... No dudo que eso ha hecho un gran bien al medio ambiente, y se ha ahorrado mucho en papel, pero también ha hecho que se pierdan parte de esos valiosos recuerdos.
No son pocas las personas (y seguro que también a vosotros os ha ocurrido) que han perdido o eliminado sin querer aquellas fotografías del viaje, de la visita a parientes o de alguna celebración de cumpleaños o de re-encuentros, y me vienen "llorando" con su pendrive o disco duro intentando que haga algo para que se las intente recuperar.
Con las cámaras de fotos analógicas eso no ocurría, y exceptuando una desgracia (un incendio, un terremoto...) fotos y negativos se conservaban durante generaciones. Así buena parte de ello ha llegado a nuestras manos, cosa que a la informática aún le queda por demostrar.
Es bien cierto que antes se apreciaban también mucho más, ya que, a diferencia de hoy donde sacar una foto es lo más simple y sencillo con casi cualquier móvil, antes había todo un proceso mucho más engorroso (pero también más valorado, y que daba trabajo a mucha más gente) que hacía que las fotos obtenidas tuvieran una vigencia e importancia ya desconocidas hoy día.
Ahora las tiendas de fotos y de revelado rápido han desaparecido en casi su totalidad y las que quedan, la mayoría, han tenido que reconvertirse en tiendas de venta de consumibles para impresoras o/y en comercios de multicopias.
¿Qué nos quedará a nosotros en un mundo donde la tecnología digital sufre constantes cambios, y en el cual formatos y sistemas operativos son cada vez más y más incompatibles entre sí? No debemos temer la pérdida únicamente de nuestras fotos digitales y, con ellas, de nuestros recuerdos, sino que su soporte quedará anticuado y su formato necesitará una obligada conversión. Cuando las queramos ver tal vez no podamos hacerlo.
Y no hablo teóricamente ni de en una suposición rayando la ciencia ficción, hablo porque así está ocurriendo ante nuestras narices ahora mismo.
En los años noventa yo acudía a cíbers cargando con varios disquettes, que adquiría -curiosamente- en una tienda de fotografía -hoy desaparecida, curiosamente también-. Aunque había disquettes muy baratos, yo pedía siempre de calidad (de BASF, Fujifilm o TDK) porque no me importaba pagar algo de más si así me aseguraba de mantener la información a salvo. En ellos guardé algunas galerías de fotos de una chica motera muy importante para mí, y también de las páginas web de los móviles Nokia (que me encantaban) las cuales, en aquellos momentos, aún no estaban en español. Guardé modelos de teléfonos, fotos sueltas, y un largo etcétera.
Fueron pasando los años y aquellos disquettes se quedaron almacenados en cajas de plástico. Hace poco decidí acceder a ellos, recuperar viejos recuerdos e información pero, por supuesto, ya os imagináis el primer problema: no hay ordenadores con lectores de disquette. Por fortuna una amiga iba a tirar un antiguo ordenador que tenía, que estaba estropeado, y me dio su unidad lectora. Pero aparte de eso decidí probar otra alternativa, y adquirí también un lector de disquettes externo con conexión por USB. Pero todos esos esfuerzos fueron en vano: de las cajas de disquettes que había guardado sólo unos pocos de ellos sobrevivieron, la mayoría acabaron con errores, con defectos del material en las pistas magnéticas, y/o el hardware no podía leerlos (señalar de paso que muchos de los lectores de disquette por USB funcionan de pena). En resumen: había perdido todo lo que con tanto mimo me había esforzado por conservar durante años.
Y algo parecido va a ocurrir con las memorias USB actuales, los pendrive, quien se fíe de ellas puede llevarse muchas desagradables sorpresas. No solo porque habrá desaparecido la tecnología (los puertos USB van a ser sustituidos, y de hecho en Apple ya lo han hecho para sus iPhone), sino porque los fabricantes, siendo generosos y en las memorias más fiables, auguran un mantenimiento de la información sin corromperse durante ocho o diez años. Pongamos por caso que se cumple, pero ocho años pasan volando. Tus fotos y recuerdos puede que no estén accesibles para entonces.
Y eso no es lo más desastroso. Lo auténticamente peligroso es que toda la información que actualmente se conserva en servidores, información de ciudadanos y de organismos oficiales, en veinte o treinta años puede sufrir daños que lleven a consecuencias apocalípticas, impensables hoy en día. Nadie parece darse cuenta de ello, pero este peligro existe y es real.
Es paradójico que, mientras la información en papel se ha mantenido más o menos segura en archivos durante siglos, la información digital, a la que muchos se confían, puede resultar irreparablemente dañada no solo por lo mismo que daña al papel (fuego y agua), sino también por corrientes magnéticas, por impulsos eléctricos o, simplemente, porque el tiempo ha pasado y la estructura física de los discos ya no será la misma que como el primer día. O porque los medios con los que se grabaron entonces (PCs, grabadoras, software y hardware vario) ya haya sido suplantado, modificado o sustituido por medios más complejos, actuales y totalmente distintos. O sea: por simple obsolescencia del material, cuando todos sabemos que, al menos el papel, nunca se queda "obsoleto". Es irónico, pero el empeño de Google en fotocopiar todos los manuscritos antiguos de bibliotecas y museos puede que, a la larga, quede más anticuado e inutilizable que los propios manuscritos que intentaban con tanto ímpetu salvaguardar.
Por eso no esta nunca mal elegir formatos más fiables y duraderos, al menos como alternativa en aquellos casos en los cuales queramos mantener viva la información y conservar con nosotros los recuerdos.
| Redacción: CODE Intermedia | codeintermedia.com
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